Quizás tenía nueve años cuando llevaba a mi madre, la ropa de lavar al río, montado en un caballo llamado Chujén, mote que le puso mi padre, que a todo le ponía nombre.
Ya en el torrente observaba como una piedra grande se ponía mansa; le daba su espalda, lisa, suave a mi madre que golpeaba la ropa para retirar la memoria del conuco.
Luego veía cómo sus puños estregaban el cuello de la única camisa que tenía para ponerme el domingo. Y sus manos que todo lo lograban restablecía su original color. (Oh camisa pequeña, grande, oro harapiento, de alegre melancolía, tocada por las manos que lavaban la carita enlodada de los sueños).
Pero una parte de mí, que siempre ha tenido conflicto con el mundo real o lo que mal llaman realidad; de pronto se iba como el afluente en pensamientos hondos, me imaginaba aquel árbol de raíces en el infinito, de intenso follaje, con su gramática persuasiva, consumidor de sol y noches ebrias.
Me extraviaba en la manada de aves que dejaba el aire pintado con sus cantos cuando iban sin prisas formando el horizonte.
Las hierbabuenas parecían vivir a gusto con su vecindad de berro, mientras allá en el fondo los nenúfares parecían salir del jardín de Monet;d presentaban sus colores confiados, amables, dejando esa sensación de una niña en el balcón. O me detenía a escuchar sin entender el idioma del agua, su secreto de cielo, su sed lunar y sus aposentos vesperales.
Entonces creía que de vera la eternidad era para siempre.
Mi madre al verme en mi sub mundo me llamaba, me pedía que me pusiera a hacer algo, que buscara la leña para cuando regresáramos a casa ella cocinar. Lo decía con esa sedosidad de azul doblado, y yo entonces entendía el idioma del río.
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